Usualmente, ante casos que conmueven a la opinión pública, el Estado sanciona nuevas normas con el fin de dar un mensaje, mensaje directo o indirecto de que esas situaciones de ninguna manera van a ser toleradas.
A modo de ejemplo, podemos citar el caso de Axel Blumberg y las modificaciones que introdujo a los delitos cometidos mediante el uso de armas, o el caso de Carolina Píparo, hecho que motivó la implementación de medidas mínimas de seguridad en las entidades bancarias, como la obstaculización visual de las líneas de caja.
La muerte de un veintenar de personas como consecuencia del consumo de cocaína adulterada puede -y debe- llevar a un cambio radical de la legislación vigente en lo que se refiere a la lucha contra las drogas.
¿Y por qué es necesario cambiar el enfoque si queremos evitar mas muertes? Para graficar los fundamentos de mi posición, invito al lector a imaginar, solo por un momento, que hay un aumento considerable de personas con diabetes, infartos por sedentarismo, hipertensión y todo tipo de afecciones asociadas a la obesidad. Entonces, para revertir ese panorama, el Estado decide convertir en delito el consumo de comida chatarra.
Así, quien pese a la prohibición decide comerse una hamburguesa o unas papas fritas, se enfrenta a una posible pena de prisión.
Lo que se intenta representar es que, para solucionar un problema de salud pública, el Estado no encuentra otra solución más adecuada que superpoblar cárceles, gastar millonadas en causas penales, pagar a jueces, fiscales, peritos… todo para acusar, probar y sentenciar al sujeto que sucumbió ante una deliciosa comida cargada de azúcares, grasas y/o sal.
Igual de ridículo es que solucionemos el tema del consumo de sustancias criminalizando al consumidor.
Continuar en esta tesitura implica desconocer que el Estado no puede entrometerse en las decisiones de vida que adopten los sujetos mientras que no afecten a terceros. Pero además, olvida que el derecho penal es de ultima ratio, alocución que implica que esa rama del derecho solo debe intervenir ante el fracaso de todas las otras áreas, entre ellas, el área de salud.
El Estado no tiene que estar solo para condenar sino para adoptar políticas públicas que lleven a la prevención del consumo (no bajo amenaza de pena, claramente) o a un consumo seguro.
Las experiencias extranjeras deben servirnos de guía para reemplazar este camino prohibicionista por prácticas de reducción de daños, tendientes a mitigar los efectos negativos del consumo de estupefacientes.
A modo de ejemplo, podemos citar el programa de intercambio de jeringas empleado en Ámsterdam, que redujo considerablemente las infecciones por VIH y Hepatitis B, ante la asunción por parte del gobierno de que el aumento de casos se asociaba a la drogadependencia de estupefacientes inyectables.
Otros programas orientados a la reducción de los daños son las salas de consumo supervisado o el acceso a test de narcóticos, para que los usuarios puedan efectivamente conocer lo que consumen.
Cabe ahora preguntarnos si este fatídico acontecimiento merece un cambio en la ley Nacional de Salud Mental (ley 26.657) y la respuesta es negativa.
A diferencia de lo que en muchos medios se ha deslizado, es falaz decir que con la legislación vigente no existen las internaciones involuntarias ante consumos problemáticos de sustancias.
Lo que sí es cierto es que existe un grave déficit en la oferta de servicios de salud mental para atención de la drogadependencia, tanto en modo internación como ambulatorio; escenario que amerita una pronta inversión económica en post de reducir el consumo de estupefacientes y de mitigar los daños ocasionados por el abuso de drogas.
Durante años se han presentado innumerables proyectos para modificar la absurda ley de drogas nro. 23.737 sin que ninguno haya prosperado. Solo espero que esas veinticuatro muertes no hayan sido en vano y que se conviertan en el cimbronazo que antecede las profundas reformas legales.